Escribe: Luis Alen.
El presidente Santiago Peña anunció su intención de llevar a cabo una reforma del Código Laboral con el propósito principal de eliminar la estabilidad del trabajador cuando llega a los 10 años de antigüedad, con la mira puesta en propender a una mayor dinamización del mercado de trabajo y de paso supuestamente contribuir a su plan de crear 500 mil puestos durante su gestión de 5 años.
Enseguida los sindicalistas y personas representativas del mismo empresariado así como los analistas económicos, se mostraron escépticos ante la posibilidad de concretar tamaño mazazo a una conquista social de más de 60 años de vigencia en el país, más aún cuando aparece evidente que la intención es congraciarse con algunos inversores que querrían una mayor flexibilidad laboral en nuestra economía, mientras sufren otros embates por la falta de seguridad jurídica, que no vienen precisamente del sector de los trabajadores sino más bien de procesos de corrupción tolerados por el Estado y básicamente en el Poder Judicial, que son hasta propiciados “desde arriba” por el poder fáctico imperante en la política.
Coincide la propuesta de Santi con el feroz ataque del cartismo contra las entidades de la sociedad civil que supervisan y acompañan procesos de transparencia en las relaciones entre los sectores público y privado, con la exigencia de documentar la procedencia de sus recursos, muchos de ellos provenientes de la cooperación de gobiernos extranjeros amigos comprometidos igualmente en lograr la independencia de la Justicia y la Fiscalía de los poderes fácticos, mediante acuerdos cerrados con el mismo Gobierno.
La comisión bicameral que en un principio se había formado para la transparencia en los entes privados para evitar el lavado de activos, se orienta ahora directamente a atacar las actividades que llevan a cabo las entidades de la sociedad civil cuya finalidad es monitorear y fiscalizar al Ministerio Público y el Poder Judicial, los organismos estatales que no se han mostrado precisamente diligentes a la hora de poner freno a los lavadores que se nutren principalmente de la corrupción en el sector público, que a su vez en muchos casos cuentan con la retroalimentación de actividades ilegales ligadas al crimen organizado, el narcotráfico y toda clase de contrabando.
De allí que el debate por la reforma laboral se transformará inevitablemente en la exigencia de empresarios, sindicalistas, analistas y referentes de las entidades de la sociedad civil, de concentrar los esfuerzos en el cumplimiento de las leyes, entre ellas la laboral, antes que recortar o cercenar sus conquistas, así como se solicitará con mayor razón el cese de los ataques a las entidades sin fines de lucro que actúan de contralores en nombre de la ciudadanía, porque de otra forma se dejaría prácticamente el terreno libre a la falta de transparencia, con la corrupción y la impunidad como resultado, que son los factores que más influyen para fomentar la falta de empleo, de buenos ingresos para la gente y que promueven la inequidad social.
Reforma judicial vs. ley laboral
En lugar de impulsar la reforma del Código del Trabajo, la prioridad gubernamental debería estar en el cumplimiento de la misma ley laboral, con el objetivo puesto en ir disminuyendo la informalidad y la carencia que tiene la mayoría de un sistema de seguridad social que le garantice en su vejez la jubilación.
Cuando el presidente Peña se inclina por cambiar la ley laboral para terminar con la estabilidad “absoluta” del trabajador y evitar que se dirima en los tribunales la permanencia o no del empleado en su puesto de trabajo, también manifiesta su deseo de que el trabajador tenga algún día la jubilación, con el argumento de que el despido antes de los 10 años de estabilidad le perjudica para alcanzar el beneficio del retiro pagado.
Pero resulta evidente que la estabilidad “absoluta” es una garantía para el trabajador de acceder a la jubilación, previo aporte al IPS, lo que en estos momentos no logra ni la cuarta parte de la fuerza laboral del país, según datos estadísticos fiables, lo que lleva la discusión al ámbito de promover un sistema administrativo del Trabajo eficiente, ayudado por un sistema jurisdiccional-judicial que se erija en una seguridad jurídica tanto para el trabajador como para el empresario.
Por ello se impone que más que una reforma laboral, lo que el país necesita con urgencia es una reforma judicial, en la que prevalezca la intención de terminar con la impunidad de los hechos de corrupción. Para tal fin, se debe potenciar al máximo a la Fiscalía.
La situación actual del Ministerio Público, con su imagen de incapacidad para luchar contra el aumento de los delitos graves como corrupción estatal, crimen organizado, lavado de dinero e incluso la creciente ola de feminicidios, plantea la necesidad de analizar la experiencia con la reforma penal realizada hace tres décadas y originada en la Constitución de 1992, que habría sido dejada incompleta ex profeso por alguna decisión política hasta terminar prácticamente secuestrada por poderes fácticos.
El Ministerio Público ostenta la “representación de la sociedad ante los órganos jurisdiccionales del Estado”, según la Constitución, por lo que bien podría preguntarse si la reforma de los códigos penal y procesal emprendida en la década de los 90 estuvo o no acompañada de la suficiente capacidad de acción autónoma de la Fiscalía para llevar adelante los procesos punitivos hasta una sentencia judicial firme, en los casos en que se están poniendo en juego los reales intereses sociales.
Partiendo del hecho de que la Fiscalía es la cabeza del proceso penal habiéndose optado en la reforma por el sistema garantista acusatorio, en reemplazo del anterior régimen inquisitivo-policial, resulta indudable que el peso de la confianza pública debe recaer desde entonces sobre los agentes fiscales, por lo que la demora en las investigaciones o en los procesos en los tribunales pone todo el foco en la mayor o menor independencia del Ministerio Público con relación a los poderes políticos y fácticos.
Todo esto conduce a la posible constatación de que la reforma penal podría estar inacabada, en el sentido de que no ha logrado el objetivo básico del empoderamiento de la sociedad que ayude a hacer realidad el fortalecimiento institucional de la Justicia, con el fin de obtener la plena independencia del Poder Judicial y del Ministerio Público.
Porque uno de los peligros para la democracia en nuestro país es la debilidad institucional y en particular del sistema judicial, que se constituye a su vez en factor de la creciente desconfianza de la sociedad hacia los jueces y fiscales.
Este déficit institucional, que se tiene como una de las causas de la pobreza, la falta de dinámica económica y la desigualdad social, está conspirando directamente en contra de los intereses más altos y genuinos de la población paraguaya.
La sociedad civil amenazada
La institucionalidad débil representa para el país una seria limitación, debido a la escasa capacidad de enfrentar las arbitrariedades y la falta de Justicia. Por tal motivo, la sociedad debe actuar como un contralor ciudadano que devuelva la confianza en las instituciones, lo que necesariamente redundará en el resultado positivo de un Poder Judicial que deje de lado la práctica recurrente de sus personas claves de incurrir en acciones de carácter oportunista.
La ciudadanía movilizada se erige así en el puntal de la recuperación institucional de la República, que es la garantía a su vez para lograr un sistema judicial acorde con la necesidad de conseguir un desarrollo social equitativo en el país.
La Contraloría General de la República propuso utilizar la tecnología digital como una forma de evitar que sigan tan campantes la corrupción y la impunidad de los funcionarios públicos, muchas veces ayudados por el trabajo deficiente de la Fiscalía y la Justicia, y evitar la prescripción en algunos casos muy publicitados de corrupción en la gestión estatal, departamental o municipal.
Con estos antecedentes, crecen los motivos para redoblar la vigilancia de la sociedad civil sobre los casos no sólo de corrupción que siguen apareciendo en la administración pública, sino en la lucha contra el crimen organizado y sus actividades ilegales por excelencia como el narcotráfico, el contrabando y el lavado de dinero, que últimamente han evidenciado fuertes conexiones con exponentes de la política y del mismo Gobierno nacional.
Pero la nueva faceta que debe asumir la contraloría ciudadana se halla afectada por la campaña impulsada desde el cartismo para controlar las actividades de la organizaciones no gubernamentales (ONG) sin fines de lucro, lo que implica una directa contradicción al plan anticorrupción del gobierno de Santi Peña que busca fortalecer las funciones de la Contraloría General de la República.
El mismo Santi dio a entender que no está de acuerdo con algunos puntos del proyecto de ley sobre las ONG, también actualmente bajo estudio del Congreso, pero lo que ocurre con la cacería de brujas de la comisión bicameral supone un peligro evidente que busca neutralizar la misma labor de contraloría ciudadana que es indispensable para luchar contra la corrupción estatal y la impunidad judicial.
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